lunes, 14 de junio de 2010

Ay papel…!

Ay papel…!

Decime papel por qué el amor llega siempre
En oleadas tan grandes y cortas
Salvajemente sublimes
Irrelevantes y a la vez
Llenas de razones para el sufriente
Por qué sólo se siente correr
La sangre en las venas cuando
Te mira desde el infinito
De su ternura agreste
Decime papel cuándo
Se es fiel al sentimiento
Y cuando se peca en
La sinrazón de la pureza
Cuando debo amar

Y dejarlo a él que me ame…

sábado, 21 de marzo de 2009

La fuente fatua

Cuando José Barroso llegó a Bel Paese, la jungla privada en la propiedad de las hermanas Rotondo era lugar de peregrinación de impotentes y frígidas. Ema y Beatriz la habían cercado y cobraban una módica entrada por revolcarse en lo que una vez había sido un macho cabrío de hombre. Cortaron la ropa de Reginaldo en pedacitos de dos por dos y los vendían como reliquias. No hacían mal a nadie y tenían su pasar.
José había comprado la propiedad que colindaba, por un lado, con la de don Funes, un viudo con cinco hijas, y por el otro, con las Rotondo y su selva del patio que, con los años, se había colado despacito por entre el alambrado y llegaba hasta la mitad de sus tierras. Del otro lado, nada, polvo y el espanto del remolino del diablo a hora de la siesta. Cuando José se hubo instalado en su rancho, fabricado a la usanza de la sierra, comenzó a desmontar la frondosidad verde que amenazaba con tragarlo todo, para sembrar allí frutales. Ya tenía comprados ciruelos y manzanos, duraznos y nogales, y hasta se dio el lujo exótico de mandar a pedir algunos arbolitos de palta y otros de mango. El problema era que, después de haber trabajado desmalezando la selva a brazo partido en el día, ésta volvía a crecer durante la noche y al rayar el sol estaba igual que antes.
Esta situación se repitió durante meses seguidos. Buscó consejo en todas partes, hasta en la capital de Puntania a un lado del cerro y en la de Ítalonia que estaba del otro lado, pero nada. Todo lo que le aplicaba al campo tenía la misma consecuencia, resultaba en ese momento y al día siguiente otra vez la misma historia. José no sabía ya qué hacer, para su simple mente eso era cosa de mandinga, así que decidió traer al cura párroco de Bel Paese para que le bendijera la tierra y les echara agua bendita a los yuyos, a ver si así se secaban. El padre Camilo, que por esa época era un padrecito fresco, recién salido del seminario, ofició la ceremonia en el latín más solemne que le salió. Pero como Dios no castiga, según dicen, sino que pone pruebas, al día siguiente José despertó asfixiado por el olor a humedad sanguínea que se había filtrado en el rancho. Prendió la vela que tenía sobre la mesa de luz sólo para descubrir que estaba envuelto en una frazada verde y viscosa. Se deshizo a faconasos de la silvestre trampa y salió afuera a los tumbos y medio asfixiado, entonces pudo ver cómo la voracidad de la jungla se había tragado todo su terreno. Su precaria casita tenía potus reptando por los postes, en los travesaños del techo crecían helechos de todas clases y entre las chapas se colaba una masa verdusca e indefinida de musgos. Con el tiempo, se acostumbró a dormir abrazado a un machete, con el filo hacia arriba, así tardaba menos en desembarazarse del mortal abrazo.
Estaba cansado, asustado hasta los tuétanos de despertar amortajado con enredaderas, cuando Ema y Beatriz Rotondo lo fueron a visitar.
– “¿Es usted virgen? - “le preguntaron a quemarropa.
- “Pues no sé a qué semejante pregunta, pero si tanto le interesa sí, y a mucha honra señora. -“dijo él estirando el pecho lo mas que pudo para disimular su vergüenza.
Entre ambas le explicaron que lo de la selva era una maldición de Reginaldo. Ellas le habían encontrado la vuelta a su patio encantado y resultó ser una buena fuente de ingresos, y además genuina, ya que los afligidos peregrinos se volvían fructíferos. A lo mejor a él le pasaba lo mismo con sus tierras.
Para el caso de la selva indómita de José, hacía falta una pareja de corazón y cuerpo puros que caminara en ayunas por dos días hasta el corazón del antiguo algarrobal que subía el cerro, hasta hallar el lugar donde había muerto Felipe Torero. Encontrarlo no era difícil porque desde una legua de distancia se percibía el dulce aroma a flores y un enjambre heterogéneo de insectos volaba en esa dirección constantemente, sólo había que seguirlo. Al ir acercándose, debía uno hacer visera con la mano porque el resplandor multicolor hería la vista.
-“ Cuando lleguen allí deben juntar un poco de agua cristalina de la vertiente que brota entre las costillas fosilizadas de mi cuñado”- seguía explicando Ema – “ Enjuáguense la boca si quieren, pero no tomen de esa agua, enjuaguen sus rostros sus manos y sus pies, y regresen”- prosiguió Ema- “ nosotras les dejaremos alimentos a mitad del camino”
Las mujeres explicaron que en sueños se les aparecía Felipe y les daba instrucciones veladas que ellas dos iban desentrañando de a poco. También le dijeron que le pidiera una hija prestada al vecino, don Nicanor Funes que tenía cinco y, según las lenguas largas de las viejas del pueblo, todavía no conocían varón. Así lo hizo José, y aunque temblaba hasta en las entrañas cuando hablaba con don Nicanor, él sólo lo miró en silencio. Al cabo de un rato, cuando José terminó de contarle, el hombre llamó.
–“Blanca Pura, Clara Inocencia, Alba Virginia ¡vengan aquí!” - a las otras dos no las llamó porque eran muy niñas para la agotadora empresa.- “Elija usted-“dijo
José no podía dar crédito a sus ojos, todas, hasta las niñas que se asomaban riendo por el hueco de la puerta, eran de una belleza prístina. Con la boca abierta y sin poder hablar del asombro dejó que sus ojos atónitos se pasearan por tamaña colección de reinas de la cosecha, pero señaló a Blanca. Una mujer completa, de electrizantes ojos azules y tez pálida, su pelo de noche cerrada caía en ondas grandes hasta las amplias caderas. Sus ademanes eran medidos y su voz dulce y mesurada.
-“ Alístese m’ hija que tiene que acompañar al hombre acá, hasta la fuente fatua”-y volviéndose hacia José- “listo vecino”- dijo don Nicanor- “Véngase con la fresca a buscarla. Ahora vaya nomás y descanse”-
Esa noche José soñó sueños prohibidos. En todos estaba Blanca resplandeciente en su virginal desnudez, rodeada del frescor de la selva maldita que con mano agreste la atrapaba y la hacía suya frente a la mirada impotente de José. Al despertar esa mañana en su usual mortaja, sudoroso y agotado por el increíble sueño, había a la altura de su corazón una radiante campanilla carmesí.

Con Blanca a la par, caminaron dos abrasadores días, descansaban por la noche y sólo tomaron un poco de agua que don Nicanor les dio junto con los últimos consejos. Al llegar a la fuente encontraron un esqueleto de piedra, de entre sus costillas, donde habría estado el corazón, brotaba un manantial ocioso de agua transparente y fresca. Alrededor crecían todo tipo de plantas y sus flores espesaban el aire con sus aromas. Los insectos que habían visto en procesión incesante por el camino, retozaban entre la fraganciada variedad multicolor. Blanca no perdió tiempo, se lavó la cara, las manos y los pies. Luego se enjuagó la boca y accidentalmente tragó un sorbo de agua. Su cara de alarma se distendió cuando José hizo lo mismo. Se rieron y comenzaron a jugar salpicándose de a poco hasta que en el paroxismo del juego, cayeron en la cuenta de que se habían desligado de todas sus prendas y estaban frente a frente obnubilados de la belleza del cuerpo joven y hambriento del otro.
Por la mitad del camino, encontraron el saco con provisiones y se devoraron la carne y el pan con chicharrones, el queso, el salame y las frutas, y lo llenaron de flores. Jazmines, rosas, gladiolos, orquídeas, amapolas, nomeolvides, y cuanta flor conocida o no, se daba cita en el oasis. Al final del camino, cuando ya se divisaba el polvo del campo de los Funes, estaban las Rotondo esperándolos. Ema se hizo cargo de Blanca mientras que Beatriz de José. Les dieron un brebaje oscuro y maloliente a beber, y rezaban en una lengua extraña mientras con un habano encendido les soplaban el humo en la cara y el cuerpo. La cara espantada de las hermanas les avisó que de alguna inexplicable manera, estaban metidos hasta el cuello en un problema sin sentido. “- abre el saco”- mandó Ema. La abultada bolsa de arpillera estaba repleta de flores, pero sorprendentemente para la pareja, sólo había una variedad: pasionaria.
Entonces Beatriz, luego de reprocharles no haber seguido las instrucciones al pie de la letra dijo
– “ Blanca, estás preñada “-

viernes, 6 de marzo de 2009

Una jungla prodigiosa

Ema era una mujer fea. Nació con pocos atributos la pobre. Su cara delataba la vergüenza que le daba hacer frente a la mirada curiosa de los recién llegados. Los que se criaron en Bel Paese habían corrido despavoridos por la impresión cuando doña Marga daba a luz, muchos años atrás. Tenía ojos grandes, verdes, pero sin gracia, que parecían estar siempre pidiendo perdón por algo. Su mirada era lánguida cuando un ojo no deambulaba solo hacia un costado dándole un terrible aire de insanía. Tenía un feo lunar de carne y pelo en el mentón y otro más grande a un costado de la nariz. Ah, pero la nariz era la alevosía del mal gusto, larga y puntuda, con dos bocas de horno por fosas. Parecía que al nacer la mano mágica de un hada maligna la había estirado hasta el límite posible y por eso el ojo izquierdo, desobediente, se piantó hacia un lado. El cabello que enmarcaba semejante rostro daba un leve respiro de sobriedad. Estaba siempre peinado con un toque de jabón de cebo para que ni un solo pelo se saliera de su lugar. Su cuerpo era sorprendentemente anormal. Era gorda y petisa, tenía un crecimiento amorfo en el lomo que le daba una apariencia grotesca y senos de matrona. Los brazos eran cortos y fuertes, y las musculosas piernas estaban llenas de ulceraciones producto de la mala circulación. Los pies eran enormes, de empeine alto y grandes dedos cuadrados. La planta tenía el arco tan pronunciado que al caminar descalza dejaba una huella particularmente rara, como de gran marsupial. Su silueta, a la distancia, fácilmente podría pasar por la de un viejo orangután
En la casa no había espejos, pues los había trizado contra la pared una tarde gris en que el encargado del tambo, su primer amor, se escapó con la criada. Después del desengaño siguió viviendo a duras penas, hasta que la imagen apoteótica del tambero se arrastró al baúl de los olvidos junto con un par de chucherías que él le regaló a cambio de algún beso furtivo después de misa.
Ahora hasta se permitía cantar, olvidada del doloroso engaño por el que había sido presa de burlas en el pueblo. “Ahí va la pobre Ema” – decían –“encima de fea, también cornuda”. Ahora estaba casada con el ser magnífico que la eligió para madre de sus hijos. Reginaldo Torero había peleado a cuchillo con su hermano Felipe por Beatriz, la hermana menor de Ema. Y había perdido, casándose tozudamente con la hermana desagraciada por despecho, sólo para contemplar de cerca a Beatriz. Para Ema eso no importaba, era un mero detalle. No importaba que él la tratara como a una criada, ni que la mandara alimentar a los cerdos, encerrar la caballada, cocinar kilos de comida para la peonada y, hasta alguna veces, salir con la escopeta a dar caza a algún puma solitario cebado con la carne de las ovejas mientras el se dormía la vida en el catre de la galería. No importaba eso. Ni que de vez en cuando Reginaldo se fuera de juerga con su suegro, don Pedro Rotondo y volviera envuelto en los vapores ásperos del alcohol. Aunque se rumoreaba por el pueblo que no era precisamente en el boliche del gringo donde se emborrachaba, sino en lo de la rusita. Una mujer llegada a Bellopaese un par de décadas atrás con sus ademanes traviesos. Nada de eso importaba para Ema. Reginaldo la había hecho mujer después de sufrir un ataque de cólera porque, de la impresión, a ella le cayó la regla la noche de bodas y tuvieron que esperar todo un año hasta que sus entrañas temerosas se desahogaran. No había sido fácil el comienzo de la pareja. Él estaba atrapado entre su sentido de lealtad hacia su hermano y su desgarrador amor por Beatriz. Ema en cambio, aunque había notado esa mirada fervorosa hacia su hermana, sólo se le ocurrió que estaba embelezado con la creciente panza de Beatriz, quien esperaba para mediados de junio. Y atribuyó la brutal tenacidad con que él la poseía cada noche a sus deseos de ser padre también.
Así pasó más una década, y la vida se volvió rutina cómoda. Con el tiempo los hombres se midieron lo macho con la llegada de sus hijos. Felipe sólo procreó mujeres. Luego de María Laura, la numero seis, se amilanó pensando que el séptimo, si era varón sería lobisón y si era una niña le causaría una gran desilusión y no podría amarla. Por esto decidió atenerse a los calendarios de su mujer evitando así otro embarazo. Reginaldo, en cambio, trajo a este mundo una larga lista de hombres, y encima, de a dos. Por esa época, Ema parió la quinta pareja de mellizos.
La fama de semental de Reginaldo traspasó los límites del pueblo, y hasta de la provincia. Felipe sentía que su gran desazón iba creciendo día a día. Para su sorpresa y la de los habitantes de Bel Paese, de lugares lejanos venían parejas recién casadas a pedir consejos. Ema repartía banquetas y agua fresca del aljibe a los forasteros, mientras Alfonso y Cristiano, los mellizos más grandes cazaban perdices para alimentarlos. Al cabo de tres meses de esta historia todos los días, Reginaldo resolvió que no estaría mal hacerse con un dinerito extra. Después de todo, él hacía las veces de consejero marital. Lo anunció al finalizar la misa dominical e incluso le pidió a Raúl y a José Manuel, los que llevaban la veta artística de la familia, que pintaran un cartelito anunciando sus tan mentados servicios.
Fue así como la vida ya poco apacible de Ema se convirtió en un auténtico infierno. Al loquero que se formaba en el patio todos los días desde que cantaba el gallo hasta que las lechuzas empezaban su nervioso revoloteo, se sumó el sentimiento de orgullo herido de Felipe que ya a duras penas podía disimular. Lo que empeoró aún mas la cosa fue saber que Beatriz estaba esperando nuevamente, y tener la certeza de que no había sido él el responsable esta vez. Felipe se retorcía de rabia, pero decidió no precipitarse- “es tuyo, no seas tonto” – se decía- “¿por qué se fijaría Beatriz en Reginaldo ahora?” Pero la realidad era muy otra, ya que su mujer sí lo había hecho. Ella había por fin sucumbido a los ruegos lastimeros de Reginaldo a fin de procurarle un hijo varón a su marido. Y cuando este niño nació, con todos los atributos propios de su sexo, fue como si la tierra vomitara fuego y el cielo azufre en la casa de los hermanos Torero. Ellos se persiguieron por el campo arado facón en mano, y durante meses estuvieron perdidos en el monte sin regresar a la casa. Sólo, de vez en cuando, algún leñador los veía entre la maleza corriendo y atacando, y espantando a las bestias.
Las hermanas Rotondo se destrozaban las macetas con geranios en la cabeza y de los pelos se arrastraban por la galería lanzándose improperios en la lengua dialectal de sus mayores. El gentío que se arremolinaba en el polvo recalcitrante del patio para asistir a las improvisadas clases de hombría de Reginaldo, ahora se desparramaba azorado por los alrededores sin entender la razón de tanto escándalo. Las peleas entre las hermanas se revivían sin intervalo cada mañana, cuando se encontraban en la cocina entre los ennegrecidos calderos apilados en el fogón o en la lavandería entre los fuentones de latón. Sólo al despertar los críos hacían una tregua para atenderlos. Cuando colgaban la ropa a secar se insultaban por entre las sábanas, adivinándose hasta los pensamientos sin verse las caras. Al hacer el ordeñe, en la madrugada, se decían tantas cosas sentada cada una entre las ubres turgentes y los ojazos desconcertados de las vacas, que el sobresalto terminó por espantar a los mansos animales, que al cabo de unos días se secaron de la angustia y dieron apenas un hilo de leche transparente y amarga. Fue así como, al pasar las semanas, la situación entre ellas se volvió, sin ellas proponérselo, menos tensa. Ya no se iban a las manos, habían relegado la cosa a lacerantes agravios verbales que también con el tiempo fueron menguando.

Una tarde los niños decidieron que la batahola había sido suficiente, sus padres debían reconciliarse y volver a la paz del hogar. A tal fin, prepararon una fiesta sorpresa en la galería con comida y guirnaldas, bebida y música que las niñas de Beatriz interpretaron angelicalmente mientras dos de sus primos tocaban guitarra y violín. Alfonso y Cristiano anduvieron por el monte buscando a los hombres y volvieron a la casa sin encontrarlos. Las niñas más pequeñas juntaron flores silvestres de arco iris, y decoraron cada resquicio de la gran casa con primorosos ramitos. El perfume sutil se enredó en los postes de la galería, y en los vuelos de las cortinas de cretona y hasta en las ropas dobladas para el planchado. Los niños lo tenían impregnado en las manos, la cara y el pelo, y hasta el gato blanco de Beatriz y la ovejita guacha que seguía a Ema por todos lados se habían saturado con el dulce aroma.
Las hermanas se sacudieron como en un mal sueño. Al ver la galería se maravillaron de sus hijos y quedaron extasiadas por las atenciones que éstos les prodigaron. Lloraron abrazadas jurando enterrar el incidente en el pasado y mirar sólo hacia adelante. Se prometieron tardes de limonada y cantos, juegos, risas y dulces, reunidas en torno a los muchos niños que tenían entre ambas. Hicieron un estricto juramento filial de no pelear por un hombre en el futuro. Y se lo tomaron en serio. Tanto que al aparecer sólo uno de sus maridos, tomaron la decisión que más les convenía. Lo relegaron al fondo del patio, con las bestias del corral. Él haría todo el trabajo pesado que hasta el momento Ema hacía y se ganaría cada mendrugo de pan con chorros de sudor mientras ellas sólo se ocuparían del hogar y los niños. Esto fue lo que le explicaron al atónito Reginaldo, que con mirada despavorida en sus famélicos ojos no daba crédito a lo que oía. Asustado y tembloroso tomó la única decisión que le dictó su macho cerebro. Se voló los sesos de un tiro en el medio del patio. Las hermanas sólo miraron con tristeza, abrazaron a los niños y los llevaron a dormir.
En la mañana, el antes yermo patio había absorbido con fruición los jugos fértiles del muerto y estaba transformado en una jungla prodigiosa, repleta de helechos, plantas rastreras y enredaderas.