viernes, 6 de marzo de 2009

Una jungla prodigiosa

Ema era una mujer fea. Nació con pocos atributos la pobre. Su cara delataba la vergüenza que le daba hacer frente a la mirada curiosa de los recién llegados. Los que se criaron en Bel Paese habían corrido despavoridos por la impresión cuando doña Marga daba a luz, muchos años atrás. Tenía ojos grandes, verdes, pero sin gracia, que parecían estar siempre pidiendo perdón por algo. Su mirada era lánguida cuando un ojo no deambulaba solo hacia un costado dándole un terrible aire de insanía. Tenía un feo lunar de carne y pelo en el mentón y otro más grande a un costado de la nariz. Ah, pero la nariz era la alevosía del mal gusto, larga y puntuda, con dos bocas de horno por fosas. Parecía que al nacer la mano mágica de un hada maligna la había estirado hasta el límite posible y por eso el ojo izquierdo, desobediente, se piantó hacia un lado. El cabello que enmarcaba semejante rostro daba un leve respiro de sobriedad. Estaba siempre peinado con un toque de jabón de cebo para que ni un solo pelo se saliera de su lugar. Su cuerpo era sorprendentemente anormal. Era gorda y petisa, tenía un crecimiento amorfo en el lomo que le daba una apariencia grotesca y senos de matrona. Los brazos eran cortos y fuertes, y las musculosas piernas estaban llenas de ulceraciones producto de la mala circulación. Los pies eran enormes, de empeine alto y grandes dedos cuadrados. La planta tenía el arco tan pronunciado que al caminar descalza dejaba una huella particularmente rara, como de gran marsupial. Su silueta, a la distancia, fácilmente podría pasar por la de un viejo orangután
En la casa no había espejos, pues los había trizado contra la pared una tarde gris en que el encargado del tambo, su primer amor, se escapó con la criada. Después del desengaño siguió viviendo a duras penas, hasta que la imagen apoteótica del tambero se arrastró al baúl de los olvidos junto con un par de chucherías que él le regaló a cambio de algún beso furtivo después de misa.
Ahora hasta se permitía cantar, olvidada del doloroso engaño por el que había sido presa de burlas en el pueblo. “Ahí va la pobre Ema” – decían –“encima de fea, también cornuda”. Ahora estaba casada con el ser magnífico que la eligió para madre de sus hijos. Reginaldo Torero había peleado a cuchillo con su hermano Felipe por Beatriz, la hermana menor de Ema. Y había perdido, casándose tozudamente con la hermana desagraciada por despecho, sólo para contemplar de cerca a Beatriz. Para Ema eso no importaba, era un mero detalle. No importaba que él la tratara como a una criada, ni que la mandara alimentar a los cerdos, encerrar la caballada, cocinar kilos de comida para la peonada y, hasta alguna veces, salir con la escopeta a dar caza a algún puma solitario cebado con la carne de las ovejas mientras el se dormía la vida en el catre de la galería. No importaba eso. Ni que de vez en cuando Reginaldo se fuera de juerga con su suegro, don Pedro Rotondo y volviera envuelto en los vapores ásperos del alcohol. Aunque se rumoreaba por el pueblo que no era precisamente en el boliche del gringo donde se emborrachaba, sino en lo de la rusita. Una mujer llegada a Bellopaese un par de décadas atrás con sus ademanes traviesos. Nada de eso importaba para Ema. Reginaldo la había hecho mujer después de sufrir un ataque de cólera porque, de la impresión, a ella le cayó la regla la noche de bodas y tuvieron que esperar todo un año hasta que sus entrañas temerosas se desahogaran. No había sido fácil el comienzo de la pareja. Él estaba atrapado entre su sentido de lealtad hacia su hermano y su desgarrador amor por Beatriz. Ema en cambio, aunque había notado esa mirada fervorosa hacia su hermana, sólo se le ocurrió que estaba embelezado con la creciente panza de Beatriz, quien esperaba para mediados de junio. Y atribuyó la brutal tenacidad con que él la poseía cada noche a sus deseos de ser padre también.
Así pasó más una década, y la vida se volvió rutina cómoda. Con el tiempo los hombres se midieron lo macho con la llegada de sus hijos. Felipe sólo procreó mujeres. Luego de María Laura, la numero seis, se amilanó pensando que el séptimo, si era varón sería lobisón y si era una niña le causaría una gran desilusión y no podría amarla. Por esto decidió atenerse a los calendarios de su mujer evitando así otro embarazo. Reginaldo, en cambio, trajo a este mundo una larga lista de hombres, y encima, de a dos. Por esa época, Ema parió la quinta pareja de mellizos.
La fama de semental de Reginaldo traspasó los límites del pueblo, y hasta de la provincia. Felipe sentía que su gran desazón iba creciendo día a día. Para su sorpresa y la de los habitantes de Bel Paese, de lugares lejanos venían parejas recién casadas a pedir consejos. Ema repartía banquetas y agua fresca del aljibe a los forasteros, mientras Alfonso y Cristiano, los mellizos más grandes cazaban perdices para alimentarlos. Al cabo de tres meses de esta historia todos los días, Reginaldo resolvió que no estaría mal hacerse con un dinerito extra. Después de todo, él hacía las veces de consejero marital. Lo anunció al finalizar la misa dominical e incluso le pidió a Raúl y a José Manuel, los que llevaban la veta artística de la familia, que pintaran un cartelito anunciando sus tan mentados servicios.
Fue así como la vida ya poco apacible de Ema se convirtió en un auténtico infierno. Al loquero que se formaba en el patio todos los días desde que cantaba el gallo hasta que las lechuzas empezaban su nervioso revoloteo, se sumó el sentimiento de orgullo herido de Felipe que ya a duras penas podía disimular. Lo que empeoró aún mas la cosa fue saber que Beatriz estaba esperando nuevamente, y tener la certeza de que no había sido él el responsable esta vez. Felipe se retorcía de rabia, pero decidió no precipitarse- “es tuyo, no seas tonto” – se decía- “¿por qué se fijaría Beatriz en Reginaldo ahora?” Pero la realidad era muy otra, ya que su mujer sí lo había hecho. Ella había por fin sucumbido a los ruegos lastimeros de Reginaldo a fin de procurarle un hijo varón a su marido. Y cuando este niño nació, con todos los atributos propios de su sexo, fue como si la tierra vomitara fuego y el cielo azufre en la casa de los hermanos Torero. Ellos se persiguieron por el campo arado facón en mano, y durante meses estuvieron perdidos en el monte sin regresar a la casa. Sólo, de vez en cuando, algún leñador los veía entre la maleza corriendo y atacando, y espantando a las bestias.
Las hermanas Rotondo se destrozaban las macetas con geranios en la cabeza y de los pelos se arrastraban por la galería lanzándose improperios en la lengua dialectal de sus mayores. El gentío que se arremolinaba en el polvo recalcitrante del patio para asistir a las improvisadas clases de hombría de Reginaldo, ahora se desparramaba azorado por los alrededores sin entender la razón de tanto escándalo. Las peleas entre las hermanas se revivían sin intervalo cada mañana, cuando se encontraban en la cocina entre los ennegrecidos calderos apilados en el fogón o en la lavandería entre los fuentones de latón. Sólo al despertar los críos hacían una tregua para atenderlos. Cuando colgaban la ropa a secar se insultaban por entre las sábanas, adivinándose hasta los pensamientos sin verse las caras. Al hacer el ordeñe, en la madrugada, se decían tantas cosas sentada cada una entre las ubres turgentes y los ojazos desconcertados de las vacas, que el sobresalto terminó por espantar a los mansos animales, que al cabo de unos días se secaron de la angustia y dieron apenas un hilo de leche transparente y amarga. Fue así como, al pasar las semanas, la situación entre ellas se volvió, sin ellas proponérselo, menos tensa. Ya no se iban a las manos, habían relegado la cosa a lacerantes agravios verbales que también con el tiempo fueron menguando.

Una tarde los niños decidieron que la batahola había sido suficiente, sus padres debían reconciliarse y volver a la paz del hogar. A tal fin, prepararon una fiesta sorpresa en la galería con comida y guirnaldas, bebida y música que las niñas de Beatriz interpretaron angelicalmente mientras dos de sus primos tocaban guitarra y violín. Alfonso y Cristiano anduvieron por el monte buscando a los hombres y volvieron a la casa sin encontrarlos. Las niñas más pequeñas juntaron flores silvestres de arco iris, y decoraron cada resquicio de la gran casa con primorosos ramitos. El perfume sutil se enredó en los postes de la galería, y en los vuelos de las cortinas de cretona y hasta en las ropas dobladas para el planchado. Los niños lo tenían impregnado en las manos, la cara y el pelo, y hasta el gato blanco de Beatriz y la ovejita guacha que seguía a Ema por todos lados se habían saturado con el dulce aroma.
Las hermanas se sacudieron como en un mal sueño. Al ver la galería se maravillaron de sus hijos y quedaron extasiadas por las atenciones que éstos les prodigaron. Lloraron abrazadas jurando enterrar el incidente en el pasado y mirar sólo hacia adelante. Se prometieron tardes de limonada y cantos, juegos, risas y dulces, reunidas en torno a los muchos niños que tenían entre ambas. Hicieron un estricto juramento filial de no pelear por un hombre en el futuro. Y se lo tomaron en serio. Tanto que al aparecer sólo uno de sus maridos, tomaron la decisión que más les convenía. Lo relegaron al fondo del patio, con las bestias del corral. Él haría todo el trabajo pesado que hasta el momento Ema hacía y se ganaría cada mendrugo de pan con chorros de sudor mientras ellas sólo se ocuparían del hogar y los niños. Esto fue lo que le explicaron al atónito Reginaldo, que con mirada despavorida en sus famélicos ojos no daba crédito a lo que oía. Asustado y tembloroso tomó la única decisión que le dictó su macho cerebro. Se voló los sesos de un tiro en el medio del patio. Las hermanas sólo miraron con tristeza, abrazaron a los niños y los llevaron a dormir.
En la mañana, el antes yermo patio había absorbido con fruición los jugos fértiles del muerto y estaba transformado en una jungla prodigiosa, repleta de helechos, plantas rastreras y enredaderas.

6 comentarios:

  1. ta bueno, un poco largo

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  2. Y sí, hay ciertas personas que no pueden con su ego y, si adapatarse supone bajar la autoridad y el mando, prefieren pegarse un tiro!!!!
    Muy buena manera de narrar, tiene mucho de realismo mágico.
    Saludos

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  3. Muy lindo cuento sobre todo en las descripciones de los personajes. Por momentos pensé que tiene un estilo Mujica Láinez.
    Besos amiga y sigue escribiendo con tanta buena imaginación.

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  4. Honores absurdos, ogros y princesas, amores incondicionales, odios y traiciones, muerte, sangre y tripas…
    Hace falta algo más…?
    Si: otro!



    Asterix

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